APRENDER A VIVIR - ADOLF LOOS

El nuevo movimiento que ha contaminado, como si de fiebre se tratara, a todos los habitantes de esta ciudad, el de los barrios residenciales, exige hombres nuevos. Hombres que, como muy bien dice el gran horticultor Leberecht Migge, tengan temperamento moderno.
Resulta sencillo describir a las personas con temperamento moderno. No es necesario forzar la fantasía. Ya existen. Son los que viven, no en Austria, sino más hacia el Oeste. El temperamento que, actualmente, tienen los americanos, lo tendrán, por vez primera, nuestros descendientes.
En América, el ciudadano y el campesino no se hallan tan rigurosamente distanciados entre si como en nuestro país. Todo campesino es, a la vez, medio ciudadano y a la inversa. El hombre americano de la ciudad no se ha alejado tanto de la Naturaleza como su colega europeo o, mejor dicho, como su colega continental; porque el inglés también es un buen campesino.
Ambos, el inglés y el americano, consideran que vivir con otra gente bajo un mismo techo es una situación muy molesta. Toda persona, pobre o rica, aspira a tener su propio hogar, aunque éste sólo sea un cottage, una cabaña medio desmoronada con una cubierta de paja inclinada. En la ciudad se representan obras teatrales y se construyen casas de alquiler en las que cada vivienda consta de dos pisos puestos en comunicación mediante una escalera interior de madera. Es decir, cottages superpuestos.
Ya he llegado al primer punto del programa de mis argumentos. La persona que vive en casa propia debe vivir en dos pisos. Divide así su vida en dos partes completamente distintas: la vida de día y la de noche; en vivir y en dormir.
No hay que suponer incómoda la vida en una casa de dos pisos. No tendrán dormitorios que respondan a nuestro concepto usual. Son habitaciones demasiado pequeñas y poco confortables para ser conceptuadas como tales. El único mueble que habrá en ellas es la cama de hierro o metal esmaltada de blanco. Hasta la mesilla de noche se buscará inútilmente. Y tampoco habrá ar­cones. Lo mejor sería un armario empotrado que sustituya al otro tipo de armarios. Estos dormitorios sólo sirven, realmente, para dormir. Pueden arreglarse rápidamente. Aventajan en una cosa a nuestros dormitorios tradicionales: sólo tienen una puerta de entrada y, así, nunca pueden utilizarse como habitaciones de paso. Por la mañana, todos los miembros de la familia bajan, al mismo tiempo, a las habitaciones del piso inferior. Incluso cogen al bebé y éste, durante todo el día, permanecerá con su madre en el cuarto de estar.
Cada familia tendrá una mesa en torno a la cual se agruparán sus miembros para comer. Es decir, como entre los campesinos. En Viena, esto pueden hacerlo solamente un 20 % de sus habitantes. ¿Qué hace el 80 % restante? Pues, lo siguiente: Uno se sienta junto al fogón, otro sostiene una olla en la mano, tres están sentados a la mesa y los demás ocupan los antepechos de las ventanas.
Toda familia que tenga su propio hogar debe poseer una mesa que, como las de los campesinos, se halle en una esquina del cuarto de estar. Como entre los campesinos. ¡Esto dará lugar a una bonita revolución! Se oyen voces en pro y en contra. «¡Esto sí que no lo haremos! Esto lo he visto entre los campesinos de la Alta Austria. Allí todos se sientan a la mesa y comen de la misma fuente. ¡Ah, no!, no estamos acostumbrados a algo así. Comemos por separado.» Y un padre previsor opina: «Cómo, ¿todos en torno a la mesa? ¡Para que mis hijos se acostumbren a ir a comer al restaurante!»
Y cuando explico esto, la gente se ríe. Pero yo lloro en mi in­terior.
No vamos a pelearnos por una mesa. Pronto advertirá la gente que con un desayuno en el que participen todos los miembros de la familia se ahorrará dinero. El desayuno vienés —un trago de café, tomado de pie, junto al fogón y un trozo de pan que se engulle, en parte, por la escalera y, en parte, por la calle— exige que a las 10 se tome un gulasch, es decir, algo que pueda engañar al estómago, y, como lleva una buena dosis de pimienta roja, a continuación se bebe medio litro de cerveza. Esta comida, de la que los ingleses y americanos no conocen ni el nombre, se llama en nuestro país Gabelfruhstuck (desayuno con tenedor) claro, por­que en ella entra en acción el cuchillo. No se debe comer con el cuchillo, «pero, ¿con qué va a tomarse la salsa?»
Este segundo desayuno seguirá necesitándolo el padre de familia, siempre y cuando tenga que contentarse con un trago de café. Pero su mujer pronto advertirá que, por el dinero que gasta su marido puede preparar un desayuno americano opíparo, tanto que hasta el mediodía no hará ninguna falta volver a comer. En la familia americana el desayuno es la comida mejor. Todo se renueva gracias al sueño; después de toda la noche, la habitación está agradable, aireada y caliente. La mesa está llena de viandas. Primero, cada uno se come una manzana. Luego, la madre reparte el «Oatmeal», esa estupenda comida a la que América debe sus hombres enérgicos, su grandeza y prosperidad. Los vieneses pondrán la cara larga si les descubro que Oat quiere decir avena y que Meal es comida. Pero, en Lenz, prepararemos, al estilo americano, la papilla de avena para los excursionistas y confiaremos en que toda Viena se convierta en degustadora de avena. ¡Lo que nos llegan a servir los hermosos caballos alimentados con avena, de los que estamos tan orgullosos! Las personas de nuestro país también deberían tener la cabeza clara y rostros expresivos.
En América, la papilla de avena no falta en ninguna mesa, tanto si se trata de personas pobres o ricas, mendigos o millonarios. Todo lo demás, el pescado barato o las caras chuletas de ternera, depende de la situación económica. Naturalmente, hay té y pan, que —es curioso— se sirven también al mediodía y por la noche.
La comida del mediodía es muy sencilla. El padre no se halla en casa y la madre ha de pasarse toda la mañana ordenando la casa, pues no tiene servicio. Y esta falta ha traído como consecuencia que las comidas se preparen en el cuarto de estar. Pues el ama de casa debe pasar su tiempo en la sala de estar y no en la cocina.
Pero, una disposición semejante motiva una división del cocinar. Se compone de dos partes muy diferentes. Una de éstas es el trabajo que se realiza junto al fuego; es decir, junto al fogón. La otra parte es la constituida por la preparación de la comida y por la limpieza de los cacharros. La primera parte tiene lugar en el cuarto de estar que es donde se halla el fogón. Para ello es necesario que dicho fogón quede oculto, tanto como sea posible, a la mirada de los habitantes de la casa. ¡Todo lo que ha llegado a inventarse en América para resolver este problema! Hace poco vi en una revista una fotografía, mejor dicho, dos. En una de ellas podía verse un fogón colocado en un nicho en la pared; en la segunda se veía un escritorio. Se trataba del mismo nicho: según lo que se deseara utilizar se apretaba un botón e impulsado por corriente eléctrica daba la vuelta como en un tabernaculo. Pero una disposición semejante exige más de lo que la técnica puede producir. Exige personas a las que les asusta guisar. Todos nosotros, que sentimos cierto temor ante la idea de cocinar, cosa que los campesinos, los ingleses y los americanos no sienten, nos extrañamos de que, actualmente, haya en los hoteles comedores en los cuales se cocina ante el público. Durante la guerra, se llamaron Rostraum, después de ella volvieron a denominarse Grillroom. Sin embargo, el sencillo colono los llamará cocina-comedor o cuarto para cocinar, y será tan noble como un lord inglés o tan ordinario como un campesino austríaco.
Quien quiera establecerse en un barrio residencial debe cambiar de método. Hay que olvidar el modo de vivir en las casas de alquiler de la ciudad. Si se desea ir a vivir al campo, hay que aprender como se las arregla el campesino. Hay que aprender a vivir.

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